La escuela de Mohamad para niños refugiados

Verte obligado a abandonar tu hogar, tu población o incluso tu país porque tu vida corre peligro, ya sea por un conflicto bélico o por los efectos del cambio climático. Si esta situación resulta traumática para cualquier adulto, imaginaos para los niños, que son los más vulnerables. En todo el mundo, casi 28 millones de ellos han tenido que huir de escenarios de violencia o conflicto: unos 17 millones han buscado refugio en sus propios países; los otros 11 millones, más allá de sus fronteras. Son datos de KidsRights, una fundación internacional comprometida con la defensa de los derechos de los más pequeños.

Si nos centramos en el caso de Siria, la guerra ha causado allí casi 2,5 millones de niños refugiados; cerca de 500.000 han buscado refugio en el Líbano, uno de los países colindantes. Muchos viven en la pobreza, sin acceso a alimentos nutritivos, hogares seguros o atención médica. Sin acceso tampoco a la educación. Según KidsRights, casi el 50% de los refugiados sirios entre 6 y 14 años no puede ir a la escuela, y el porcentaje se eleva hasta el 84% entre los jóvenes de 15 a 17 años.

 

Un refugiado más

Mohamad Al Jounde fue uno de esos niños sirios afectados por la guerra. Este adolescente ha vivido el drama de los refugiados desde ambos bandos: como testigo y como víctima. Explica KidsRights que Mohamad tenía 12 años cuando vio llegar a su ciudad a numerosas familias huyendo de los conflictos en otras zonas del país. Impulsado a ayudar a aquella gente, el chico participó en un taller para dar apoyo a través del juego a niños traumatizados por la guerra. Poco después, él mismo se convirtió en refugiado.

Sus padres, un artista visual y una profesora de matemáticas, eran políticamente activos y estaban comprometidos con la revolución siria, hasta el punto de que su madre fue arrestada dos veces y amenazada de muerte por el régimen. Fue entonces cuando la familia decidió abandonarlo todo y huir al Líbano. Ante las dificultades para encontrar trabajo allí, el padre decidió continuar viaje hasta Suecia. Mohamad, su madre y su hermana se quedaron en el Líbano, luchando contra la pobreza.

Como miles de sirios refugiados en el país, Mohamad no pudo ir a la escuela durante los primeros años. Eso le llevó a darse cuenta de la importancia de la educación para los niños en su misma situación: en la escuela, los pequeños no sólo aprenden, sino que también encuentran una comunidad con la que compartir vivencias. Mohamad se propuso hacer algo por aquellos pequeños, ayudarles a cambiar sus vidas. Así que, apoyado por su familia, decidió crear una escuela en un campo de refugiados.

 

Aprender a vivir en el presente

Cuando la escuela Gharsah abrió sus puertas en el valle de Bekaa, no era más que una tienda de campaña. Mohamad y su familia contactaron con activistas sirios y profesionales de la educación en el Líbano y Alemania para que colaborasen en el proyecto. Más adelante, gracias a donaciones y becas, pudieron construir una escuela real que se inauguró en mayo de 2014.

En Gharsah, los niños refugiados aprenden materias como inglés, álgebra o artes plásticas, pero también valores. Mohamad se implicó personalmente en la educación de los pequeños: les enseñaba inglés, matemáticas y su gran pasión, la fotografía. Más allá de los estudios, les ayudaba a adaptarse a su nueva situación. “La escuela no es sólo un lugar donde puedes aprender a leer y escribir. También adquieres amigos y recuerdos, aprendes de otra gente y enseñas a otra gente sobre ti», explicaría el propio Mohamad en un escrito posterior. «Es un lugar en el que puedes ser tú mismo, te puedes expresar con libertad y discutir tus ideas con tus compañeros y profesores. En eso se convirtió la escuela que creamos”.

En la actualidad, la escuela Gharsah enseña a unos 200 niños refugiados, aunque no son sus únicos alumnos. Allí también acuden sus familiares, especialmente mujeres, para participar en clases de alfabetización y tratar temas como la igualdad de género o la violencia doméstica. El objetivo es ayudarles a mejorar su resiliencia y el bienestar de la familia. La esperanza de la escuela, según su web, es «contribuir a la construcción de una futura Siria, basada en los valores de igualdad y justicia”.

 

Un trabajo recompensado

El esfuerzo de Mohamad Al Jounde por garantizar el derecho a la educación de los niños sirios en el campo de refugiados le llevó a ganar el Premio Internacional de la Paz Infantil 2017. Tenía entonces 16 años. Este galardón, concedido anualmente por KidsRights, pretende ser una plataforma para que los más jóvenes expresen sus ideas y den a conocer sus acciones para mejorar los derechos de los niños. Está dotado con 100.000 euros, que se invierten en proyectos relacionados con la causa del ganador.

El Comité de Expertos del premio eligió a Mohamad por ser un ejemplo de la fuerza que poseen los niños para conseguir un cambio positivo: «Frente a lo que para muchos de nosotros parecería un desafío insuperable, Mohamad decidió cambiar su destino y el de sus compañeros en el campo de refugiados». El ganador recibió el galardón de manos de la activista paquistaní Malala Yousafzai, la ganadora más joven del Premio Nobel de la Paz. De hecho, ella también había obtenido el Premio Internacional de la Paz Infantil en 2013.

En su discurso de aceptación, Mohamad reconoció que su motivación inicial para crear la escuela fue hacer amigos, aunque más tarde comprendió que la verdadera razón por la que quería estar con aquellos niños era la fuerza que le daban. “Vi que recordaban cómo ser felices, algo que yo había perdido cuando dejé Siria», explicó. «Cuando me di cuenta de que no les estaba ayudando, sino que era yo quien recibía ayuda de ellos, esos niños se convirtieron en mis superhéroes”. El joven cerró su discurso dándoles las gracias «por sus risas, por su gran corazón, por hacerme mejor persona y por ser mis superhéroes”.

 

Un grito de auxilio

Mohamad vive ahora en Suecia con su padre; su madre y su hermana siguen en el Líbano, pendientes de obtener sus documentos. En su nuevo hogar, va a la escuela como estudiante internacional. No ha olvidado su faceta de activista, que vuelca en un club juvenil que ha creado junto a otros adolescentes con potencial y ganas de ayudar a los demás. Además, sigue implicado en el desarrollo de la escuela Gharsah.

Sabe que su iniciativa contribuye a encontrar una solución a la crisis siria y para sus niños, pero reconoce que no puede lograrlo solo. Por eso, en su discurso de aceptación hacía un llamamiento a unir fuerzas porque “cada acción, pequeña o grande, puede provocar un cambio”.

“Los niños sirios estamos demostrando al mundo que somos resilientes y poderosos, queremos estudiar y todavía tenemos sueños”, afirmaba Mohamad en su discurso. Y lanzaba un grito de auxilio al mundo: “No queremos convertirnos en una generación perdida”.


Foto: The International Children’s Peace Prize